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En verano de 2016, Alba (nunca te lo agradeceré lo suficiente, querida) me hizo el mejor regalo de cumpleaños de la historia de los regalos de cumpleaños. Tres años antes, el icónico cine Urgel había cerrado sus puertas. Y semanas antes de mi celebración, la basura era el destino de muchísimas de las casi dos mil butacas y de las once letras blancas (Urgel Cinema) sobre hexágonos negros que se iluminaban en la marquesina de la sala. La fortuna, la perseverancia y el azar quisieron que la G acabara en mi casa. No fue la única de las letras que la fortuna, la perseverancia y el azar salvaron. La historia es apasionante, pero ya os la contaré otro día.
La cuestión es que, hace ya más de diez años, uno de los cines de nuestras vidas moría ante la indiferencia de aquellos que deberían encargarse de cuidar los equipamientos culturales históricos de Barcelona, y también de la identidad de la ciudad. Y la otra cuestión es que un puñado de sonados tenemos en casa lo que debería ser preservado y querido por las instituciones. No hace falta que nadie me llame, no devolveré la G ni por un millón de euros.
Ayer, un tuit de la cuenta de X @SalaAbiertaSe encendía las alarmas y nos enterábamos de que ahora le llegaba la hora, después de seis décadas de vida, a otra sala histórica, el Comedia, que después se amplió a tres salas y, en los últimos años, las cinco de los Yelmo Comedia. Os confesaré que mi móvil estaba lleno de mensajes de sorpresa e indignación. También os confesaré que ninguno de los cabreados pisaba las salas desde hacía tiempo. Hacía demasiado que las condiciones de proyección y disfrute eran indignas de aquel templo, ahora destartalado, donde Kevin Costner nos hizo bailar con lobos, donde Almodóvar provocó ataques de nervios femeninos (y masculinos), donde flipamos con 'RoboCop' y con 'El honor de los Prizzi', y con algunos Bonds de Roger Moore.
El amigo Toni Vall exponía hoy en un hilo en X una idea que, quizás, alguien debería estudiar con atención: ¿por qué no aprovechar la oportunidad de este cierre para convertir un edificio que es patrimonio de la ciudad en un equipamiento cinematográfico público? Me temo que no habrá respuesta ni del Ayuntamiento ni de la Generalitat, quizás alguna lamentación con la boca pequeña, antes de que la esquina del Paseo de Gracia con la Gran Vía de les Corts Catalanes acoja una nueva tienda de ropa de aquella empresa propietaria de casi todas las tiendas de ropa de la zona, y de todas las zonas. O una cafetería, o cualquier otro establecimiento muy necesario. Mucho.
Ya no queda nada de ese Paseo de Gracia que veía colas cada cinco minutos, a las puertas del Fémina, del Savoy, del Fantasio, del Publi, y, un poco más arriba, en los Jardinets de Gràcia, de los Casablanca. Y, a escasos metros, en la Rambla de Catalunya, a las puertas de Alexandra y del Club Coliseum. De esas gigantescas salas que eran el orgullo de Barcelona solo nos queda el Aribau, aunque, ahora mismo, el cine haya dejado espacio a exposiciones inmersivas. ¿Nostalgia? Puede. Pero tiene mucho más peso no reconocer lugares emblemáticos de nuestra ciudad. Ahora las colas las hacen los turistas de bolsillos llenos, a la caza de un bolso que marca el mismo precio que la suma de dos nóminas.
Que el negocio de la exhibición de películas ha vivido y vive una transformación imparable es cierto. Sin embargo, hay iniciativas privadas, como las del Phenomena, el Espai Texas, el Zumzeig y los Cinemes Girona, y algunos festivales de cine, como el In-Edit y el D'A, que llenan sesiones y demuestran que hay vida y espacio para los que todavía seguimos vivos y seguimos amando el cine. También es cierto que ante noticias como esta, ahora ya solo nos queda la resignación cristiana. La alternativa es imitar a Michael Douglas en 'Un día de furia', y ya no tenemos edad.