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La icónica M de la Terraza Martínez se divisa desde la ronda litoral y viceversa: desde el interior de este restaurante, una casa acristalada en la ladera Miramar de Montjuïc, se domina todo el puerto como si fuera un juego de mecano: la zona logística, los cruceros, los pisos antiguos pisos desarrollistas de los funcionarios del puerto... Pocos sitios de Barcelona aúnan aires industriales, bucólicos y cierta fotogenia decadente y urbana como esta encantadora ladera.
El chef Juanba Agreda es el director culinario de un restaurante que abrió hace diez años como un chiringuito de lujo, pero chiringuito ("se comía bajo parasoles y había menú de 15 euros, ¿te acuerdas"?) y se ha convertido en una maciza mansión de madera y cristal que sirve 300 cubiertos en un día flojo (y un miércoles cualquiera acoge a directivos de prensa y a políticos de tipologías diversas). Propiedad del grupo Los Reyes del Mango, la Terraza Martínez cumple diez años "manteniendo el alma de chiringuito, pero "restaurantizado". Hemos quitado la mantelería y renovado los materiales, hemos introducido una prudente innovación en cocina, pero todo se mantiene igual", explica Agreda.
Este cocinero es de los pocos barceloneses que puede hablar de paella delante de un valenciano con autoridad moral: trabajó durante años con Dani García y aprendió el arte del engranaje -es decir, de alinear y cocinar grano seco en- con los más grandes. Pero no solo hablamos de arroz, claro. La Martínez celebra la década de juego con un menú degustación hedonista y directo que es un placer de alto voltaje, disfrutón, y que resume su trayectoria. Aquí se pueden comer croquetas de ibérico "en las que abusamos del ibérico", ríe, unos boquerones a la malagueña con salvia frita que son placer delictivo, y fueras de carta como gamba de cristal de Vilanova, rebozadita, un maridaje celestial con una buena caña. Y rehabilitan el abusado tartar de atún con un lecho de ajoblanco que le da melosidad y carácter.
Comer en la Martínez es una fiesta para los sentidos, empezado por darse un garbeo por todo el local – circunferencia en 360 º de mar, montaña y ciudad– y acabando con un arroz con vistas. Agreba se muestra prudente a la hora de hablar de paella valenciana (puntualiza que es "nuestra versión de la paella", con conejo y pollo). Pero su versión, de grano seco y extendido como la original, tiene la riqueza de tres sofritos: uno base de tomate y cebolla, otro de ajo quemado muy reducido, una marca de sofrito de pollo y conejo y todo mojado con un caldo a base de patitas de pollo y tendones.
El valenciano hace el sofrito al momento, el catalán con horas de antelación
El resultado es un arroz que llega en paella y está cubierto por una fina capa de colágeno meloso que dice "rebáñame". "El valenciano hace el sofrito al momento, el catalán con muchas horas de antelación", puntualiza Agreda. (Y yo me pregunto: un sofrito sin cebolla ni ajo como el de la paella valenciana, ¿se puede llamar sofrito?). Sea como sea, el arroz de conejo y pollo es un clásico que se ha mantenido en carta diez años (otras opciones más lujosas son el "socarrat" de gamba roja de la Costa Brava, o el caldoso de bogavante, pero su paella es excelente). "La gente a veces me dice que es demasiado salado, pero lleva la sal que tiene que llevar". Amén. En esta ciudad sobran arroces caros, sosos y pasados de cocción de cara al guiri.
Por cierto, hay que venir aquí ex profeso, pero subir a Montjuïc es un momentito. Apenas 15 minutos a pie desde la Rambla y con una subida de escaleras amable, entre jardines botánicos y un pellizco de desolación urbana que nos recuerda que Can Tunis estaba a dos pasos de aquí: la montaña fragante y lujosa contra el asfalto implacable. Comer en la Terraza Martínez no es barato, pero sabe a comer en Barcelona y no en una burbuja de lujo aséptico.
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