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Lo habíamos visto dos veces, en el Primavera Sound del 2014 y en el Cruïlla del 2015. La primera vez, habíamos escuchado 'Good Kid, MAAD City' (2012) y sabíamos que no era un rapero como los demás. Aquel joven de Compton no solo era un prodigio disparando palabras, sino que además tenían un sentido profundo, tejían historias repletas de personajes, nos sumergían en un universo propio que te envolvía con melodías sinuosas y ganchos imprevisibles.
La segunda vez vino con la gira de 'To pimp a butterfly' (2015), el disco de la consagración, otro trabajo conceptual que se las ingeniaba para contener toda la historia de la música afroamericana y de la lucha por los derechos civiles en una colección de magníficas canciones: jazz, soul, funk... Un repertorio que requería una banda en directo y así lo vimos en esas dos ocasiones.
En todo el tiempo que ha pasado hasta esta nueva visita de Lamar en el Primavera Sound 2023, su corpus artístico ha crecido con nuevas obras maestras como 'Damn' (2017) y 'Mr. Morale & the Big Steppers' (2022), ha merecido a un Pulitzer –el único rapero de la historia en hacerlo– y todo el mundo está de acuerdo en que ha trascendido la categoría de rapero. Kendrick Lamar es un escritor, un poeta, un artista y su obra es descomunal. Y a pesar de ser todo esto, su repertorio está lleno de hits. El público lo sabe y de ahí que la expectación en la explanada grande del Fòrum justo después del concierto de Depeche Mode fuera máxima.
Solo ante el peligro
Saltó al escenario metafóricamente desnudo. En tiempos de pantallas gigantes y filigranas audiovisuales, el californiano se plantó delante del público sin banda, con las bases programadas sonando como un trueno y con una cortina pintada a mano como en todo atrezo. Más adelante aparecieron bailarines y hacia el final le acompañó su primo Baby Keem, que actúa hoy en el festival. Más allá de eso, el concierto se basó en la fuerza de Lamar a la hora de escupir palabras en un micrófono frente a decenas de miles de personas absolutamente entregadas.
Aunque austero en el formato, el concierto fue muy generoso tanto en la duración –un cuarto más de lo previsto– como en el repertorio. 'King Kunta', 'Worldwide steppers', 'Loyalty', 'DNA', 'Rich spirit', 'Count me out', 'Money trees', 'Bitch don't kill my vibe', 'Love', 'Alright '... Que gran parte del público sea extranjero hace que suficiente gente se sepa los versos y estribillos clave, pero no hace falta tener el Proficency para disfrutar de la música prodigiosa de Lamar, que mete canciones dentro de canciones, estribillos dentro de estribillos, ritmos imbricados que esconden capas y capas de tradiciones musicales diversas (del jazz a la electrónica, del góspel al rock ácido de los setenta), bases que funcionan como una apisonadora y ponen al público a bailar, versos que no se repiten pero que se te clavan en la memoria aunque solo los hayas oído una vez.
Sin un minuto de descanso, sin tiempo para pensar que Kendrick Lamar es como aquellos actores que te sostienen un monólogo de hora y media sin despeinarse, con la diferencia de que su papel contiene muchas más palabras por minuto que las de cualquier soliloquio de Shakespeare. Llegó y se fue como un huracán y todavía nos preguntamos qué ha pasado.
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