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Chef Popof: así era el bar de after más horroroso de Barcelona

A un paso de la Rambla, en el callejón de n'Aroles, se escondía un inframundo secreto que abría a las cinco de la mañana.

Ricard Martín
Escrito por
Ricard Martín
Editor de Menjar i Beure, Time Out Barcelona
La puerta de Chef Popof estaba en la parte oscura del callejón.
Foto: Ramon Sales/BCN ROC | | La puerta de Chef Popof estaba en la parte oscura del callejón.
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Quien haya estado, aunque sea una sola vez, recordará el Chef Popof para toda la vida: una enorme puerta de madera al estilo masía, con la parte superior ovalada, que se abría en el callejón de n'Aroles eso de las cinco y media o seis de la mañana, cuando las discotecas de la Rambla y la Plaza Real escupían a sus clientes, ebrios (bueno, dicho claramente, mamadísimos). Toda la gente que había tenido una mala noche en el Karma o el Sidecar —es decir, que no había ligado— tenía dos opciones: la razonable, que era irse a casa a dormirla, o la insalubre y temeraria: probar suerte en el Chez Popof, la versión más cutre de un subgénero de local nocturno ya de por sí infernal: el after hours.

Ir al Popof tenía su propia dosis de emoción previa: llamabas a la puerta y te abría el encargado (o propietario), que te miraba con un mal humor sideral. De hecho, tiraba bastante para atrás saber que para entrar en esa Arcadia del alcohol tenías que pasar por su escrutinio: un hombre con un rictus perenne de bulldog enfadado y el físico deformado del jorobado de Notre Dame. Llamabas al timbre, se abría una ventanita, y el tipo te escaneaba de arriba abajo. Siempre parecía que no te iba a dejar pasar, y siempre acababas entrando. 

La concurrencia del Popof era un espectáculo de fauna humana, y toda en su peor momento: una caterva de miserables desesperados por sexo y compañía —sobre todo lo primero— que se sentían decepcionados al enfrentarse con sus semejantes (y te preguntabas: ¿cómo es que me ha costado tanto entrar si esto está lleno de despojos?). Una vez dentro, el Jorobado Canino, con la misma cara de mala leche, te pedía la comanda, que solía ser medianas de cerveza o gin-tonics en vaso de tubo y, si la noche había sido especialmente movida, un bocadillo de lomo con queso chicloso y repugnante (te arrepentías de haberlo pedido tras el primer mordisco). De la misma manera, después de la primera cerveza ya sabías que entrar había sido un error.

Ese túnel era lo que veías al salir del Popof a las siete de la mañana.
Foto: Ramon Sales/BCN ROCEse túnel era lo que veías al salir del Popof a las siete de la mañana.

No recuerdo muy bien el local, porque la penumbra era perpetua, gracias a Dios. Creo que había mesas de metal de terraza de bar, paredes blancas con azulejos estilo patio andaluz y bancos de madera. Pasaba algo muy curioso en el Popof: cada cierto tiempo, la música se detenía y se encendían todas las luces un instante. Toda la parroquia se quedaba muda; nos mirábamos unos a otros con caras adustas, como lamentando nuestra indigencia moral y mental, y el murmullo de los hielos y las conversaciones no volvía hasta que la oscuridad curativa nos volvía a tragar.

Un punto importante del Popof era la jukebox de vídeos, aquel invento tan de los años noventa. Reunías calderilla y podías poner videoclips de Aerosmith, Kylie Minogue o las Spice Girls, por ejemplo. Tenía un efecto muy curioso: después de varias horas de alcoholización, ver a Kylie Minogue o a la Spice pija vestidas de látex negro en una pantalla gigante a oscuras te reavivaba la libido por un breve momento, para luego regresar al pequeño drama humano: te habías gastado todo el dinero en cerveza y whisky de garrafa, y dormirías la mona solo.

El regreso al piso de estudiantes era el camino de la derrota. Los adoquines de color perro apaleado, lamidos por el crepúsculo, eran heraldos de la resaca y de un día zombificado. Nunca saqué nada bueno del Popof, ni conocí a nadie interesante allí (solo la certeza de que cuanto más te intoxiques, peor será el día siguiente). El único beneficio fue llevarme a casa, con la ayuda de mi buen amigo y compañero de piso, Lluís, una señal de tráfico caída que presidió nuestro comedor al estilo 'The Young Ones' durante años.

A veces pienso que lo he soñado, el maldito Popof. Pero no. Por internet circulan un par de referencias lejanas, una de ellas asegura que era de un jugador del Espanyol, y esta caja de cerillas de coleccionista me ha permitido certificar su ubicación exacta. El Popof ha desaparecido, pero la calle de n'Aroles sigue siendo un pequeño bulevar de la miseria en el bolsillo del chaleco de la Rambla.

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