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"Nos encanta el ramen, pero la 'escudella' también". Son palabras de Francesc Beltri, chef y copropietario junto a Nicolás de la Vega del Slow & Low de Sant Antoni. Abierto hace seis años y galardonado con una estrella Michelin el año pasado y éste, es un restaurante de alta cocina creativa nada convencional, que integra ingredientes y sabores foráneos —de México, Tailandia, Indonesia, Japón, etc.— en los fogones de aquí.
Quien esté un poco pendiente de la escena restauradora de la ciudad habrá observado que la cazuela de la abuela y el chup-chup están resurgiendo con muchísima fuerza. ¿Por qué? Francesc lo tiene clarísimo; "El boom de las gastronomías extranjeras llegó a Barcelona tarde, alrededor del 2005. Cuando aquí empezamos a comer coreano y vietnamita, las demás capitales europeas ya hacía tiempo que las habían asimilado. Hoy en día todo el mundo ha probado de todo, y por eso hay ganas de volver a los orígenes. Básicamente, el marcador ha dado la vuelta".
"Hay ganas de volver a los orígenes"
La historia. Nicolás nos explica que para ellos la idea de abrir un bar dedicado al recetario tradicional catalán y español era más un sueño que un objetivo profesional real. La cosa fue así; justo en la esquina de su restaurante, estaba el O'Pazo, un establecimiento humilde de barrio regentado por una familia. Iban a desayunar ahí todos los días. Cuando los padres se jubilaron, el tándem Vega-Beltri vio la oportunidad de hacer realidad el sueño. "Y ahora su hijo, Héctor, es uno de nuestros camareros". Ellos han convertido a O'Pazo en el Bar Canyí (Sepúlveda, 107. De martes a sábado, de 13 a 16 h y de 19 a 23 h).
El nombre. Habla Francesc: "Hay mucha confusión y prejuicio con la palabra 'cañí'". En realidad significa 'gitano', pero para muchos es un adjetivo con connotaciones negativas. Esto es culpa de Manolo Escobar, que se apropió de una canción fabulosa de la Segunda República. Él hizo que la palabra se politizara y pasara a ser sinónimo de rancio. A nosotros nos encanta esta palabra porque el sonido de la eñe tiene fuerza y, como estamos en Barcelona, decidimos cambiar la grafía castellana por la catalana". El nombre escogido define a la perfección las intenciones de los dos chefs y socios; los pies de cerdo con 'samfaina' convivirán junto a los torreznos de Soria y al pulpo a la gallega.
La comida. Nico señala la pizarra; "La carta es corta y siempre será así; tres opciones de plancha, dos escabeches, dos ensaladas, tres fritos, dos guisos y dos postres. Variará con las temporadas y no habrá platos fijos". La de esta primera semana de estreno es una recopilación de clásicos de lagrimita; mejillones en escabeche, albóndigas, 'cap i pota', escorpina frita, fricandó... Los precios van desde los 3,5 euros de la gilda hasta los 15 euros de los 'sepionets'. "Aquí hacemos cocina neo-tradicional. No inventamos la tradición porque es imposible, pero los caminos que utilizamos para llegar al plato tradicional no son los mismos que utilizaba mi abuela", añade Francesc. Dicho brevemente, aplican técnicas de alta cocina en la elaboración de platos de toda la vida.
La bebida. "¡Jerez es la hostia! Sus vinos son fascinantes, de una calidad espectacular y con la solera de haber sido guardados en botas veinte y treinta años. Debemos aprovechar que una copa solo valga entre tres y nueve euros. Nosotros los valoramos y los disfrutamos igual que los vinos caros de Borgoña que tenemos en el Slow", dice Beltri con entusiasmo. En el Canyí despachan unos trece generosos andaluces. También ofrecen espumosos, blancos, rosados y tintos de bodegas catalanas y españolas, por copas y botellas. Presentes por ser imprescindibles; licor café, vermut, ratafía, pacharán, anís, brandy y orujo.
"¡Jerez es la hostia! Sus vinos son fascinantes"
El espacio. "Igual que el Slow, el Canyí tiene techo de bóveda catalana, paredes de ladrillo y baldosas verdes. Nos gusta que haya esta conexión estética entre los dos locales porque sentimos que son hermanos", explica de la Vega. Pocos metros cuadrados, pero suficientes para estar cómodos, barra larga, luz natural y, colgados, menús originales de los años 20 y 30, portadas de tebeos antiguos, carteles viejos de ferias de vino y espectáculos flamencos y una foto familiar en sepia. En la terraza, cuatro mesas con sombrillas.
La música. "A ambos nos flipa", afirma Francisco. Él es DJ y tiene una colección ecléctica de vinilos y Nico es batería. Hay un tocadiscos en la barra y todos los días lleva álbumes de diferentes géneros y épocas. Peret, The Smiths, Nina Simone, Lo Último de la Fila, Radiohead, C. Tangana. "Elegimos los discos según el momento y la energía que nos transmiten los clientes", añade.
La clientela. Estos primeros días, familiares, amigos, vecinos curiosos y asiduos del Slow. Nuestra predicción es que en tres, dos, uno... llegarán nuevos clientes de toda la ciudad. Muchos clientes nuevos. Muchos.
El futuro. Desayunos de tenedor. "Pero iremos a poco a poco, eh. No queremos que compaginar el bar y el restaurante nos cueste la salud", se apresura a decir Nicolás.
Estamos impacientes.
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