La mística del rock and roll a menudo se erige en la mitología del perdedor lleno de talento, el 'beautiful looser' que ha rozado la fama y la fortuna con la punta de los dedos (manchados y pegajosos de la droga que han hecho que se la pegue escaleras abajo, por eso toca en antros de mala muerte). Esto podría aplicarse a The Hangmen, una banda de punk-rock de Los Angeles que en 1989 tuvo muchos puntos para petarlo: pisaban ese terreno tant del punk californiano, donde el country y el rockabilly confluyen con el riff acelerado, de antecesores tanto ilustres como X o The Blasters, y tenían canciones maravillosas, urgentes, melódicas. Estuvieron a punto de sacar un primer disco, 'Suicide doors' en Geffen –la de Gun'n'Roses– pero en el último momento la multinacional se echó atrás.
Pero después de toda una vida –con bajada a los infiernos de la adicción y la pobreza incluida– la banda liderada por Bryan Small sigue facturando discos tan buenos como su segundo elepé, ese 'Metallic I.O.U'. (1990) que apadrinó Mike Ness de Social Distortion. The Hangmen merecen mucha más consideración y parroquia: tienen un cantante, Bryan Small –con una personal voz que parece la de un Tom Petty cabreado– y un guitarrista, Jimmy James, as de la 'slide guitar', que funde el sur de Estados Unidos con la aceleración de garaje, y sobre todo un repertorio que combina el punk callejero con atmósferas de country-rock desértico, blues tabernario y melodías emotivas que se te clavan en la cabeza, como en el reciente y exquisito 'Cactusville' (2019). Mucho más roll que rock, vaya. Olvidad el topicazo de la mística del perdedor: que más de 30 años después este pedazo de banda venga a una sala tan querida como la Sidecar es un éxito que hay que ir a celebrar. Presentarán 'Stories to tell' (2023), cosa que les sobra. No os los perdáis: son de esa raza de artistas que tocan en un club como si fuera un estadio.