Como una farmacia de guardia, así me viene a la mente este local del Gòtic. Si necesitas una dosis de música en directo, el Harlem Jazz Club siempre está. Pocas veces al año te encuentras la sala en silencio. No necesita una cruz verde iluminada a todas horas. Hasta él se acercan los guiris y los barceloneses. Algunos se pierden antes de llegar. Al Harlem se va a ver qué pasa pero, sobre todo, a ver quién toca. A oscuras, sentados en las sillas, o de pie, apretujados en la barra, escuchamos el concierto del pequeño escenario. Bajo el rótulo de neón, se escriben todas las canciones de blues y los gatos solitarios son bienvenidos.
El local continúa casi intacto desde que abrió. Conserva la vidriera y una puerta que recuerda a las famosas cabinas inglesas. Como si no quisieran desentonar, los cuadros de las paredes son oscuros. Se han pintado músicos de jazz en tonalidades que casi no se alejan del negro, como si no quisieran molestar.
Jazz, blues, funk, reggae se pueden escuchar cada día, depende del grupo. Por estas paredes han pasado la mayoría de músicos del país. Unos dieron sus primeros conciertos y otros han vuelto a tocar al Harlem cuando creían que fuera había demasiado ruido. Albert Pla escogió el Harlem para volver a tocar. Llenó unas cuantas noches con la gente sentada prácticamente en la barra. Aún y así, no hay que esperar a que toque alguien conocido en este local: vale la pena ir esta misma noche para que alguien te hable, como si fuera del barrio de Nueva York, en otra lengua que todavía no has escuchado nunca.
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