Un trapero encuentra un cadáver –mejor dicho, cinco trozos sin cabeza, pies ni vientre– en una bolsa de viaje abandonada en la playa de Sant Sebastià. No son ni las siete de la mañana del 6 de junio del 2004, hora en que el último noctámbulo en retirada se cruza con el primer bañista. Y a diez pasos del agua, la bolsa. El descubrimiento hace que los policías de la ciudad vayan de cabeza, atónitos ante la pericia de un asesino que, con mano de carnicero, ha desollado el cuerpo, lo ha vaciado para extraerle las vísceras y les ha dejado unos restos que son puro enigma.
Cuatro décadas antes, una escena casi simétrica: el 22 de septiembre de 1962, las redes de un pescador atraparon en la playa de Can Tunis otra macabra captura. Una cesta con un cuerpo descuartizado y, envueltos en papel de periódico, las manos, los pies, las orejas, la nariz y la lengua, marcada con el típico corte con el que los contrabandistas sellaban las venganzas. Removidas por unas fuertes lluvias, las alcantarillas de la ciudad escupieron el resto de trozos de la víctima, Federico Cortés, un peluquero que se sacaba un sobre sueldo con el contrabando. El caso se cerró con la detención de un estraperlista, pero la sospecha de que había más implicados no desapareció nunca.
Crímenes como el de la Barceloneta o Can Tunis han dejado un funesto rastro en la geografía negra de Barcelona, una historia criminal que recorre el espinazo de la ciudad, de los barrios populares a las calles más distinguidas. Por el camino han engullido a prostitutas de lujo, acaudalados financieros y profesionales del robo. Y, a menudo, ha alimentado leyendas para atemorizar a niños desobedientes.
UN CADÁVER EN TRÁNSITO
El descuartizamiento es recurrente en la historia negra de Barcelona: se han encontrado restos humanos en playas, vertederos y frigoríficos. Los del industrial barcelonés Pablo Casado viajaron por vía férrea. En 1929 se encontró su cadáver troceado en la estación de Atocha de Madrid, en una caja de madera enterrada entre montañas de paquetes sin recoger. Ricardo Fernández, Ricardito, criado del empresario, lo había matado a puñaladas y, después de tirar la cabeza al puerto de Barcelona, se deshizo del resto del cuerpo facturándolo por correo. La investigación destapó un triángulo amoroso entre el criado, el patrón, y un joven adinerado que apuntaba a los celos como único móvil del crimen, un escándalo para la burguesía catalana.
LOS RICOS TAMBIÉN MUEREN
Otro brutal ataque sacudió el corazón de la alta sociedad barcelonesa, esta vez en 1974, cuando el acaudalado matrimonio Juan Roig y Maria Rosa Recolons murió apuñalado en su torre de Pedralbes por quien era su chófer y mayordomo, José Luis Cerveto. De entrada, el robo y la venganza por su despido eran los móviles evidentes del crimen. Pero las confesiones posteriores de Cerveto desnudan su personalidad atormentada: abandonado a los dos años, los abusos que sufre en el orfanato le marcan la sexualidad para siempre. Cuando en 1975 se le conmutaron por prisión dos penas de muerte, pidió ser ejecutado alegando que si quedaba libre volvería a delinquir. La advertencia se cumplió: un año después de salir a la calle, en 1987, era detenido por abuso de menores.
Dos décadas más tarde, otro asesino retorcido atemorizó los barrios acomodados de Barcelona durante veinte días. Un parquin del Putget de Barcelona se convirtió en escena criminal por obra del joven de La Mina Juan José Pérez Rangel. En enero del 2003 mató a dos mujeres de perfil similar, de 49 y 46 años, que ocupaban la plaza número 15 del aparcamiento, en plantas diferentes. Aunque en los dos cuerpos robó la tarjeta de las víctimas, el motivo del crimen nunca quedó claro. En casa, Rangel guardaba un listado de los coches que estacionaban en el parquin del Putget, con anotaciones sobre las conductoras, además de inquietantes informaciones de asesinos en serie.
La compleja mente del homicida roza el histrionismo en el crimen del Hotel Manila de la Rambla, actual Le Meridien, donde en noviembre de 1971 fue encontrada estrangulada una chica. El asesino, el profesor de dibujo Manuel Sebastián, había alquilado la habitación en el lujoso hotel con el nombre de Marqués de Alcántara. No tenía, ni de lejos, lazos con la nobleza: vivía en una portería del Eixample donde llevaba una vida ejemplar, iba a menudo a misa y sólo de vez en cuando huía de casa para alojarse en distinguidos hoteles donde suplantaba otras identidades.
Parece que mató a la chica porque se había burlado de su impotencia, una disfunción sexual que lo mortificaba.
LOS AMANTES DE LA BROTO
El sexo, pero también la codicia, la política en incluso el espionaje, se combinan para destilar el misterio del asesinato de Carmen Broto. Un crimen casi novelesco si no fuera porque esconde una historia real: la de una pobre chica del Pirineo que llega a Barcelona para trabajar de sirvienta y, tras hacerse un hueco entre la prostitución de lujo, acaba asesinada a golpes, y es enterrada en un huerto del barrio de Gràcia en enero de 1949. Jesús Navarro, un joven que Broto frecuentaba por amor, a escondidas de sus poderosos protectores, planificó la muerte con un amigo íntimo y con su padre. Horas después del crimen, murieron por ingestión de cianuro dos de los implicados pero Navarro, el único superviviente, mantuvo siempre que el único fin era el robo.
La explicación no convención a la sociedad de la época, que en todo tipo de cenáculos alimentó las hipótesis más variadas sobre los móviles del crimen: desde el miedo de algún influyente amante de la Broto de ser comprometido por la prostituta, hasta una acción de resistencia antifranquista contra una furcia que delataba a desafectados al régimen. No faltó quien lo vinculara en una compleja trama de espionaje.
DE SECUESTRADORA A VAMPIRESA
Las muertes femeninas alimentan una larga lista entre los crímenes de Barcelona. Pero la hagiografía criminal de la capital ha entronizado también a perversas asesinas, de las cuales es reina indiscutible Enriqueta Martí, la Vampiresa de la calle Ponent, protagonista de una negra carrera que ha conseguido despuntar entre las grandes leyendas de terror.
La liberación de dos niñas a quien tenía cautivas en su piso de la calle Ponent –ahora Joaquín Costa– en 1912 disparó una investigación policial y un folletín periodístico en el que Martí fue acusada de matar a infinidad de menores para vender su sangre y las grasas a ricos enfermos de tuberculosis. Daba que hablar la extraña conducta de la secuestradora, con antecedentes por prostitución de menores y que de día recorría las calles para pedir limosna, vestida con harapos y acompañada de niños famélicos, mientras que por la noche salía lujosamente ataviada.
Cuando se descubrieron en su casa cajas con huesos humanos, el caso provocó la indignación de la opinión pública. La gente exigía descifrar una lista de iniciales que Martí guardaba y que, se rumoreaba, correspondían a los 'clientes' de la Vampira.
Enriqueta Martí murió en 1913 en la cárcel, se cree que linchada, sin un juicio que permitiera separar la verdad de la leyenda de su terrorífica historia. El sumario del caso está perdido. Hay quien detrás de esto ve la mano negra del poder.
PERVERSIÓN CON NOMBRE DE MUJER
Entre junio y julio de 2006, Remedios Sánchez, conocida como la Reme, asesinó a tres ancianas e intentó matar a cinco más. Así se ganó el nombre de la "Mataviejas" y se erigió en una de las homicidas en serie más sanguinarias del país. La Reme mataba a ancianas para robarles y conseguir dinero para nutrir su ludopatía. De día, cocinaba una excelente tortilla de patatas en el bar Cebreiro que deleitaba a los policías de la comisaría de la calle Balmes, al lado del establecimiento. Durante las horas libres se ganaba la confianza de ancianas desvalidas y las atacaba brutalmente, a golpes o estrangulándolas.
Siempre que desfiló ante el juez instructor, la Rema mantuvo un firme silencio que sólo rompió el día del juicio, para declararse inocente. Igual que Carme Badia, condenada por la muerte de la psicóloga Anna Permanyer y de carácter legendario, por su frialdad y altivez. Badia se escaqueó de la justicia una primera vez en 1997, cuando después de nueve meses en la cárcel acabó exculpada por falta de pruebas de haber ordenado la muerte de su marido, el propietario del camping de Pont de Bar (Lleida), asesinado a tiros por unos encapuchados.
La muerte de Anna Permanyer la llevó a la cárcel con una condena de 24 años. La misma condena se aplicó a Joan Sesplugues, un contrabandista de Lleida de 81 años a quien Carme Badia –gran seductora de hombres– tenía a sus pies. En 2004 ambos obligaron a la psicóloga a firmar un contrato de arras por 420.000 euros en el que Permanyer se comprometía a venderles un piso en el edificio Atalaia de Barcelona, el mismo donde la mataron. En caso de incumplimiento del contrato, podrían reclamar el doble a la familia de la psicóloga.
Si Carme Badia planeó la muerte de su marido quizá no se sabrá nunca. Quizá tampoco se averiguará quien mató y descuartizó el cadáver de la Barceloneta. La policía identificó en unos meses los restos mortales: pertenecían a una mujer de 64 años que vivía sola en Ciutat Vella. El resto de cuerpo apareció después, en tres bolsas semienterradas en la misma playa. Fueron detenidos por el crimen tres pakistaníes a quien la justicia exculpó por falta de pruebas.
De momento no hay más pistas.
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