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Para nosotros, los valencianos, individuos criados con la disciplina atávica de las 52 paellas al año, la llamada casi telúrica de este plato nos despierta las más altas aspiraciones gastronómicas, también los terrores más fundamentados cuando llega la hora de comerlo fuera de casa.
Como país típicamente cainita, hemos perdido generaciones en el combate estéril entre recetas locales: mixta o tradicional, fija o de temporada, la de mamá o la de la yaya. Mientras tanto, los caminantes blancos del Paellador han conquistado la mitad de la tierra.
Otro desbarajuste intolerable y bastante extendido: llamar a cualquier cosa paella. Claro que los arroces con setas, queso o chorizo pueden ser deliciosos (sic), pero ¿verdad que un pulpo a la gallega no se puede hacer con calamar?
Por lo tanto ya basta, las cosas tienen mejor sabor cuando las llamamos por su nombre. Si el caldero utilizado sirve para mojar pan, igual es conveniente llamarlo arroz caldoso con cosas; o si tiene la pinta de un risotto pegajoso, ¿por qué no hablar de un arroz meloso con no sé qué?
Se admiten pequeñas variantes de temporada pero nunca, nunca, añadir cebolla al sofrito (ingrediente prohibido). El arroz no se debe mover, evitamos así que el almidón se desprenda y el grano se pase. Si tiene caldo, por poco que sea, tampoco es paella. Y, por supuesto, ni cacerolas ni sartenes de mango ni otros recipientes, si no se cocina en una paella auténtica, ¿cómo va a serlo?