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Cae la noche y la Rambla empieza a sacudirse el turismo diurno para recibir al lumpen. Con la puesta de sol, las sombras producen extrañas criaturas. Aparecen figuras deformes que te ofrecen latas de cerveza con tifus, porros y farlopa, no necesariamente en este orden. Son los rondadores nocturnos habituales, y en los últimos tiempos han tenido que ceder el trono a dos nuevas criptoespecies: los duendes oscuros y las medusas voladoras.
Es fácil distinguir a los duendes diabólicos de la Rambla. Y no es el aspecto precisamente lo que les delata, sino la voz. Una voz de pito interdimensional que sale de su boca sin descanso. El mantra enloquecedor de unos seres que no tienen compasión del oído humano. Cuando llegas a la parada de Liceu ya oyes sus aullidos aterradores de pitufo encocado. Es un sonido agudo, molesto, estridente, persistente; el chirrido del Mal. No todos somos capaces de soportar las punzadas sonoras de los vendedores de pitos: se habla de habitantes de Sant Gervasi que han vuelto a casa con hemorragias petequiales tras sufrir una emboscada de duendes delante del Kentucky Fried Chicken.
A las voces hiperagudas de los duendes oscuros, se han sumado también unos bichos de cuento de hadas porrero. Son las medusas voladoras. Juguetes luminiscentes que sobrevuelan las cabezas de los peatones y, cuando no se quedan colgados de un platanero o se estrellan contra la calva de algún turista italiano, suelen aterrizar dócilmente en la mano de su vendedor, como halcones entrenados. Resulta imposible pasear de noche por la Rambla y librarse de esta hiperestimulación sonora y visual. Si no te tiras delante de un autobús en marcha por culpa de la voz esquizoide de los duendes oscuros, tranquilo, te acabarás partiendo la crisma mientras observas embobado el descenso de una medusa voladora del espacio exterior y te preguntas qué demonios te han puesto en la sangría (y donde está tu cartera). Bienvenido a la Rambla.