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¡Crack! ¡Catacrack! ¡Bum! ¡Chsss! Música celestial. Armonía perfecta.
Durante los años que viví en Sant Gervasi, aprendí a convivir con esta sonata hipnótica. Cada noche, el camión de la basura pasaba con la precisión de un cuerpo celeste por debajo de la ventana de mi salón, dejando un maravilloso rastro de caos y confusión. Cada noche, a la misma hora, un vehículo industrial de chatarra rabiosa chocaba violentamente contra mi bloque de pisos, arrancándome del sopor si me había adormecido viendo Supervivientes; provocándome microinfartos en momentos de inmersión lectora; interrumpiendo las películas y las series en el mejor momento. ¡Crack! ¡Catacrack! ¡Bum! ¡Chsss! Siempre lo mismo. El temblor inesperado. La explosión sónica. Si me hubieran dicho que un calamar enfurecido de 300 metros estaba destrozando Barcelona con su megapene, me lo hubiera creído...
Sin embargo, el calvario finalmente se convirtió en droga. Cuando me mudé el Barri Gòtic, me percaté de mi dependencia al estruendo del camión de la basura. En el Gòtic profundo no hay contenedores, por tanto no se sufre el caos sónico de estos vehículos monstruosos. Además, mi piso se abría a un patio interior y el ruido de la calle no me alcanzaba. Fueron tres años de tortura silenciosa. Tres años esperando que alguna noche llegara el ¡Crack! ¡Catacrack! ¡Bum! ¡Chsss! Nada de nada. Calma. Ni un ruido. Podía escuchar la caspa cayendo sobre el parqué. Necesitaba mi dosis de camión de la basura. Un síndrome de abstinencia como la copa de un pino.
Hasta ahora, que me he mudado el Raval.
Y el Raval ha pensado en mí. El balcón de mi nuevo salón está ubicado encima de una serie contenedores de todo tipo: vidrio, rechazo, plástico, papel. Cada noche, sin falta, pasa una escuadra de camiones de la basura; vehículos que hacen más ruido que los bulldozers thrash metal de Mad Max. ¡Crack! ¡Catacrack! ¡Bum! ¡Chsss! El sofá tiembla. Las ventanas vibran. Tengo que subir el volumen de la tele al máximo para intuir lo que dicen los concursantes de Gran Hermano. ¡Crack! ¡Catacrack! ¡Bum! ¡Chsss! A veces, el estruendo se convierte en mantra, experiencia mística, y entonces aprovecho para salir a fumar al balcón, me enfrento a la bestia y dejo que el seísmo me recorra las extremidades. ¡Crack! ¡Catacrack! ¡Bum! ¡Chsss! Lo noto en la punta de los dedos de los pies; en cada célula de mi cuerpo. ¡Crack!¡Catacrack! ¡Bum! ¡Chsss! ¿Qué decís? ¡Crack! ¡Catacrack! ¡Bum!¡Chsss! ¡No os oigo!