Corred, poneos las gafas de pasta, ¡peinad vuestro bigote! Corred hacia este bar del Eixample antes de que Bibiana Ballbé lo descubra y lo utilice de plató para entrevistar a algún escritor pop. El Tarambana es un cebo demasiado jugoso para la Barcelona moderna, y si no te das prisa, no podrás decir aquello de "yo ya iba antes de que se pusiera de moda".
Luminoso a más no poder, el espacio es una caricia en la nuca: la luz del día se cuela a chorro por el ventanal de la entrada y reverbera en el altísimo techo y las paredes blancas. La madera, presente en todo el mobiliario y el suelo, encaja como un preservativo extrafino con los aires escandinavos del interiorismo. Muebles restaurados, sillas vintage, mesas retro, bombillas-colgantes, ladrillos a la vista, música cool a volumen sedoso... Todos los detalles se han seleccionado con exquisitez e inteligencia para ofrecer al visitante una experiencia placentera, nutritiva para el alma. En otras palabras: tendrás que utilizar disolvente para despegarte las nalgas de la silla.
Si la decoración no te convence porque vas 50 años por delante del resto de la humanidad, los ofrecimientos líquidos y sólidos de la carta deberían hacerte reflexionar. El Malasang se toma en serio lo del vermut. La caña de Estrella Galicia entra como agua de lluvia, la selección de copas de vino y cava es impecable, y los boquerones y los berberechos viajan en business. Si deseas más consistencia, la comida fuerte tiene acento catalán -embutidos de los buenos- y chispas internacionales. Ah, y si ya es de noche y tenéis intención de hacer daño, pedid el gin-tonic del día (8 euros insignificantes) y dejad que aflore el Lobo de Borrell Street que todos lleváis dentro. Grrr.