Hay bares que no esperas que te cambien la vida. Están para hacer su función: una birra saliendo del trabajo o un cóctel de poca monta para no salir del barrio. El Elèctric va vestido con ese uniforme. Luce barra de acero reglamentaria, estanterías cargadas donde no falta el JB y una máquina registradora desgastada que no saldrá en ningún cortometraje. Alguien ha escrito con rotulador la carta de bebidas sobre una cartulina que parece robada del material escolar de un niño. La parroquia de la tarde se aferra a la barra como Robinson Crusoe en una isla de casas. Su bandera es una Estrella Galicia y el humo vaga como un invitado que no encuentra el momento de volver a casa. En algún universo paralelo, se siente la música exótica que te lleva a un país de palmeras y cocoteros, aunque sabes muy bien dónde estás y también estás seguro de que esta noche ya se han cancelado los vuelos para ir a aquel pedazo de tierra donde todo el mundo va con bikini y siempre hace sol.
El Elèctric se disfraza, como puede, de ama de casa bohemia porque lejos de los bares de su estilo, que tienen el fluorescente de emblema, vive siempre con la tacañería de unas luces con poca potencia. El sofá de la entrada mantiene una lucha interior entre el mueble de apartamento de playa y el de una casa okupa. Las tablas del interior son de mármol y, en un rincón, reivindica su existencia un mueble de comedor de los cincuenta, entre cuadros con los que Goya sonreiría. Al final, en la ceremonia de bares del mundo, aquí se celebra una misa de conciertos, actividades y presentaciones de libros. Es entonces cuando te das cuenta que nada es lo que parece y que ya te conformas con el hecho de que nadie te quiera cambiar la vida.
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