Quizás los que montaron el Cosmo son de Mollerussa, pero cuando entro en una galería de arte donde me puedo comer una magdalena, intuyo que los propietarios son escandinavos. Para dar validez a mi teoría, busco señales. En el Cosmo encuentro algunas.
No sé si sentarme en un sofá azul cielo, en un sillón violeta o apoyarme en un taburete forrado con la misma ropa que la carta del menú. Las paredes son blanco impoluto, los techos son altísimos y alguien se ha dedicado a pintar los tubos de refrigeración de rojo sangre. Una pizarra garabateada ofrece nachos y hummus. No falta un jarrón enorme de flores frescas.
Quizás la palmarla aquí mismo, pero me apuesto a que el Cosmo es obra de alguien que nació en un país donde hace tanto frío que te puedes pasar siete tardes discutiendo sobre si el verde manzana combina con el lila. Hecha ya la apuesta sobre el origen de esta sala de arte y cafetería, el Cosmo es un local tranquilo para leer un libro o para beberte un zumo natural de tres frutas con jengibre mientras revisas Facebook o para hojear sin vergüenza el último número de tu revista favorita de interiorismo. Porque aquí, estáte tranquilo, nadie se pondrá las manos a la cabeza. Prefiero apalancarme en uno de los fantásticos sofás de la entrada y mirar las moreras del jardín de aquella universidad con la que soñaban, incluso, los que estudiaron.
El cielo desde Escandinavia es más azul y los árboles más brillantes y los chicos más guapos y se respira mejor. Giro el cuello hacia la parte de atrás donde la cafetería se convierte en sala de exposiciones y me siento como el ventilador, que gira perezoso, sin encontrar el momento para ir a ver cuál es la última tendencia en pinturas sobre un 'skate'.
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