Un televisor antiguo emite una siniestra carta de ajuste ad eternum. A la izquierda, descansa un radiocasete paquidérmica que haría temblar Vanilla Ice. Ante la barra, la pared muestra pinturas rupestres: un robot, una cinta en honor al nombre del local y un conejo son las ilustraciones protagonistas. Este bar de líneas rectas es un manicomio diminuto que se ha ganado los galones de la modernidad gracias a un diseño fresco, a una atrevida selección musical que va del indie a la electrónica experimental ya una pasión indescifrable por unos pequeños objetos de plástico que nuestros padres compraban en las gasolineras. Si veis cosas extrañas, no culpéis a los gintónics, bien preparados, por cierto, y con pepino, limón, jengibre o lima. Tened en cuenta que en este lugar hay peña rara de cojones: os juro por la mata de Luis María Anson que a mi lado había un chicarrón con sombrero de espía jugando al Telesketch! Lo cierto es que este espacio tiene una virtud que otros locales ni huelen: ha conseguido encontrar un punto de equilibrio perfecto entre alma retro y espíritu futurista. La combinación funciona, porque en lugar de ir al por mayor y caer en los tópicos de la escena cool, se centra en pequeños detalles que dejan un regusto muy agradable.
Y no lo digo por la magnífica cueva que tienen al fondo, con sillones y mesitas aisladas de la realidad porque hacéis lo que os brote, más bien hablo de chispas de genialidad como la lámpara de pie forrado, literalmente, de cintas de cassette: seguro que eso no se encuentra en Biosca & Botey.
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