Hay una parte de Gràcia que tiene un nomenclátor especialmente brillante: se trata del barrio del Joyero. En 1850, el terrateniente barcelonés Josep Rosell, joyero de profesión, urbanizó los solares que tenía en Gràcia y puso nombres de piedras y metales preciosos a las nuevas calles: así nacieron Or, Perla, Robí, Ropazi, Plata (la actual Guilleries), Maragda (ahora Astúries) y la plaza del Diamant.
Es de la parte de arriba de esta plaza que, subiendo a mano izquierda, se ve un indicador hermoso que nos dirige a Casa López. Este local hace muchos años que está abierto –unos 40, me apunta una señora que está en la barra leyendo el periódico y tomándose una copita– y en 2011 lo cogieron Joan y Antònia, ex camarera que cuando los dueños anteriores lo quisieron traspasar, decidió aprovechar la ocasión.
Casa López es un bar de los de toda la vida, con ambiente familiar, buenas raciones y precios populares. El menú, 8,50 con postre, café y bebida, es un acierto de cocina tradicional catalana –caracoles, callos, albóndigas–, la tortilla de patatas con cebolla tiene mucha fama en el barrio y los bocadillos de palmo.
Tienen pantallas grandes para ver cómodamente los partidos de fútbol –las jornadas deportivas convierten a Casa López en un hormiguero de aficionados y una gran fiesta–, las tóxicas tragaperras de rigor y la estrella de la barra, ¡un tirador de Voll Damm! Adrià, el simpático camarero, me dice que cada día es una locura de trabajo: por las mañanas, excomisarios jubilados jugando al domino, mediodías concurridos y noches juveniles a reventar. La señora de la barra, ejemplificando la atmósfera amical del bar, me conmina a hablar bien del Casa López, pero no hace falta, porque es evidente que es un local encantador.