Cristina Jolonch tiene razón. Hay demasiadas manía con bautizar restaurantes con el número de la calle donde se ha instalado, pero una vez estás dentro, en el 130 de la calle Laforja la garganta vence a las matemáticas. Me he presentado con la misión de comer la carne preparada en la Beefer, una parrilla que asa y sella la bestia en el punto justo en menos de 2 minutos a 800 grados, pero encuentro, en medio de una carta con croquetas como pica-pica, entrantes como una ensalada César clásica, o del mar, un arroz caldoso, y de la montaña, carnes como un Wagyu japonés auténtico de Kagoshima o unas carrilleras de ternera con patata con lima, un plato que siempre me fascina. Y aquí la tripa de bacalao la preparan a la madrileña. Otro día: soy de ideas fijas.
Primero pido un picoteo de croquetas, y si la de jamón ibérico o la de queso del abuelo Ton son buenas, la de mejillones resulta sensacional. Textura de mar y aromas de zambullida estival. De segundo, pido una pluma ibérica de bellota. Pocas veces la he comido así de melosa, preparada en el punto, con el sabor intenso de las carnes criadas en libertad. Para beber, dos copas de El Vecindario, D.O. Montsant, acaban de intensificar el viaje festivo. Militar en las D.O. de mi país no es una obligación, es un placer que, con excepciones, te hace descubrir vinos extraordinarios. De postre, un blancmange de almendras con helado de agua de mar. Un epílogo luminoso.