No somos muy conscientes, pero si pudiéramos viajar al pasado descubriríamos el valor del silencio. Un silencio casi invasivo, tan sólo roto por el péndulo de algún reloj, el rumor lejano del viento y tal vez el recuerdo de un rosario murmurado. Nada de música, ni de ruido de motores, ni siquiera tweets de mensajería instantánea.
Siempre ha habido poetas del silencio, que no silenciosos. Pere Torné Esquius (Barcelona, 1879 - Flavancourt, Francia, 1936) es un miembro distinguido de esta cada vez más extraña cofradía. Hay quien lo califica de naïf. Nada menos acertado.
Sus aceites recrean, en apariencia, sencillas composiciones de interiores donde la figura humana siempre es ausente. Colores planos, sin sombras ni rastros del pincel, gamas de verdes, plantas, mesas, sillas, ventanas... la huella del hombre abandonada en un enfático paréntesis. Pero olvidemos la complejidad compositiva, las perspectivas forzadas y, lo más importante, la capacidad de evocar que, a pesar de que allí no pasa nada, han pasado demasiadas cosas.
Torné Esquius se ganó la vida en Francia como ilustrador, y en Cataluña como pintor. Estilísticamente, su obra no pertenece ni al modernismo ni al novecentismo.
Como ilustrador, recreó escenas populares urbanas, cultivó la sicalipsi y, muy especialmente, abordó el mundo de los niños. Si admiramos sus cuentos ilustrados, encontraremos rastros de un talante que se prolonga hasta artistas como Roser Capdevila. Tan sólo para descubrir los originales de su libro más famoso, 'Los dulces lugares de Cataluña' (1910), ya vale la pena subir al MNAC.
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