Madola ha estado siempre comprometida con un mismo material: la cerámica. La tierra, el agua, el aire y el fuego son los pilares de esta ancestral práctica que ha dominado a lo largo de los sesenta años de trayectoria, durante los cuales la artista ha consolidado un trabajo escultórico que nos habla de los gestos más sencillos y, a su vez, de los más espirituales. De hecho, la cerámica de Madola nos habla de esta dualidad entre lo que parece fácil porque nos remite a la raíz (las prácticas ancestrales, que se traducen en actos simples como cortar, aplanar, agolpar o transformar el barro) y lo que nos parece tan difícil: que una escultura pueda hablarnos de algo que no se ve. En el cruce de este misterio encontramos las piezas de Madola, que son a su vez una casa y un templo, un vaso y un cáliz, una mesa y un altar, una caja y una urna, una piedra y un monumento.
Esta exposición, comisariada por Caterina Almirall, aglutina obra de diferentes momentos de su trayectoria, desde sus inicios a mediados de los años sesenta hasta hoy, en seis ámbitos temáticos. El sentido de la muestra es también un viaje del vacío al pleno, de los primeros años donde el artista va dejando atrás las formas tradicionales como él vaso o el jarrón hasta la llegada de las grandes formas escultóricas. Además, también hay obras más recientes que muestran a una Madola preocupada por la problemática de la contaminación medioambiental y reflexionan sobre el mundo natural como ecosistema. Todo siempre en los tres colores que le ofrece la tierra: el blanco, el negro y el rojo.