Hace casi un siglo, el 15 de mayo de 1926, el crítico Joaquim Folch y Torres dedicaba una página de la 'Gaceta de les Arts' a Antoni Fabrés (Barcelona, 1854 - Roma, 1938) con motivo del donativo de gran parte de la obra del pintor al Museo de Barcelona. Entre las muchas florecillas, el historiador escribe: "Nos llega Fabrés a Barcelona, de 72 años, cubierto de gloria y dignidad, con obras esparcidas por innumerables museos, con dos Grandes Premios de Honor internacionales y con más medallas de las que le cabrían en el pecho si fuera capaz de colgarselas". Fabrés, queda claro, alcanzó en vida un gran éxito y sabemos que su pintura fue aclamada y alabada en las ciudades donde residió: de Barcelona a Roma, pasando por París y Ciudad de México, para terminar, de nuevo, a la capital italiana. El paso del tiempo relegó, sin embargo, su trabajo al ostracismo y la historiografía le endosa la etiqueta de orientalista sin profundizar en el resto de temáticas que cultivó, como el paisajismo o un retrato de gran expresividad que gira del refinamiento burgués a la denuncia social.
Ahora, el MNAC saca a la luz su legado, que ha sido estudiado y restaurado, y quiere reubicar la obra del pintor. Esta muestra monográfica, montada de manera brillante como un salón de arte apretado de cuadros, presenta 147 obras y un puñado de documentos que fijan los pasos de un creador versátil, maestro, entre otros, de Diego Rivera.